miércoles, 29 de enero de 2014

Nicole Kasell - El leñador

Hermetismo y un apagón extenso, es lo que podría ser Walter. Un tío encerrado en si, que se rehúsa en manifestar completa y fragmentariamente algún síntoma de emoción, o en la construcción de algún sentimiento. No quiere abrir ninguna puerta que deje atisbar alguna presencia que lo haga vulnerable con lo anterior, lo ya transitado. Pero toda puerta sellada, tiene una llave, si quiere ser puerta. Y esta llave es Vickie, compañera de trabajo de Walter, que extrañamente coinciden en una especie de maderera. Casos extraños, que uno siente como encuentros no fortuitos, Cortázar no le daría el res(des)pectivo like. Aún no llama Marcela, hoy teníamos que vernos antes del almuerzo, no me gusta esperar, pero esta película aterra mucho más a mi ansiedad. Walter, es el típico tío saturado, bombardeado por una serie de ideas que lo arrinconan a asumir forzadamente el rol de un ser monstruoso, de ser y padecer el rótulo de una persona con aproximaciones de violentar la infancia de otro. Por lo menos la película de forma forzada quiere hacer creer eso, yo no fui participe de todo ese señalamiento, de apuntar solo con el dedo, de escupir al otro. No. Comentaba de Vickie, una especie de cerrajera que comprende el recorrido de demencial de encerrarse y autoseñalarse, de asumir cuando uno no se siente, la confusión y el temor son erinias, princesas oscuras repletas de tempestades. Pero suministra un punto extra para poder descifrar el código del encierro. Una planta, ¿pero por qué una hiedra? Ellas no necesitan de luz, como Walter, no necesita de la sociedad para sobrevivir, o bueno, si. Pero de manera sostenible, de manera decadente, poca, exiliándose cuando él quiera. Las hiedras también, la construcción de un lugar sin sombras puede ser lo más parecido al encierro para estas plantas agresivas y algo violentas, en el tránsito de su supervivencia. Walter sabe bien que quiere escapar de toda esa idea, de todas esas voces que la sociedad le ha construido en reemplazo de una celda. A veces, y este es el caso, uno debe preferir el encierro físico y no el restante. Las voces con todo esa herrumbre fuerte que nos abraza, nos hacen más insoportable cualquier infierno. Lucía, nunca llamó, en reemplazo, tocaron la puerta, corro a abrir, alguien sube por las escaleras, debo de salir. Pero antes recuerdo a Robin, la pequeña de casi 12 años, que en un intento de irreverencia quería ya sostener, contemplar los doce años. De escapar de toda esa ingenuidad de once años, no quería huir más, quería ser fuerte, ella pensaba que el tiempo hacía a uno más fuerte, craso error. El tiempo a uno lo endurece, sí, pero también lo hace cobarde, mediocre, resignado. La sociedad sabe mucho de estos principios. Robin, también es amiga de los pájaros, ha encontrado en ellos la protección contra el tiempo.


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